Mario Molina y Frank Sherwood Rowland, quienes compartieron el Premio Nobel de Química en 1995, fueron los precursores del Protocolo de Montreal, gracias a sus investigaciones sobre la participación de los clorofluorocarbonos (CFC) en la destrucción del ozono atmosférico.
Ambos derribaron viejas creencias y lograron modificar las prácticas de diversas industrias que se han vuelto indispensables para la vida moderna. Clorofluorocarbono ciertamente no es una palabra común ni sencilla, pero cuando ambos científicos desarrollaron su investigación era sencillo encontrar este gas en productos tan comunes como los aerosoles, los refrigeradores domésticos o los sistemas de aire acondicionado.
Según sus estudios, el CFC es un gas estable, aunque, una vez liberado, y en combinación con los rayos ultravioleta, se descompone, liberando cloro, que es el verdadero verdugo en esta historia, pues un átomo de este elemento es capaz de destruir hasta 100 mil moléculas de ozono.
Ambos investigadores aseguraron en un estudio dado a conocer en 1974 que los “gases inertes”, o CFC, una vez liberados permanecían en la atmósfera sin reaccionar con otros componentes químicos, pero no de forma inocua, sino que al migrar a la estratósfera generaban el grave problema ambiental que hoy se conoce como Agujero en la capa de ozono.
Esta problemática fue descubierta hacia la década de 1970 por ambos investigadores, quieres aseguraron en un estudio dado a conocer en 1974 que los “gases inertes”, o CFC, una vez liberados permanecían en la atmósfera sin reaccionar con otros componentes químicos, pero no de forma inocua, sino que al migrar a la estratósfera generaban el grave problema ambiental que hoy se conoce como Agujero en la capa de ozono.
No obstante, no sería sino hasta 1982 que científicos ingleses confirmaron que la capa de ozono en el Polo Sur se había adelgazado 20 % y, un año después, 30 %. Estas evidencias de un problema global derrumbaron los obstáculos interpuestos por más de una década para ocultar los hallazgos de Molina y Rowland.
Ambos persistieron en el objetivo de sensibilizar a los tomadores de decisiones sobre la importancia de frenar la liberación de CFC, y de su perseverancia surgió el Protocolo de Montreal, que desde 1989 prohíbe la producción de sustancias agotadoras de la capa de ozono.
En 2016, con la Enmienda de Kigali, el Protocolo de Montreal absorbió las responsabilidades del Protocolo de Kioto, con lo que ahora se encarga también de encaminar acciones para combatir el calentamiento global.