Por Juan Carlos Flores Merino
Durante el trayecto en auto de camino a casa, mi hija vio un zapato tirado en la calle, hecho que le resultó por demás curioso. Se resolvió a preguntarme:
–Papá, ¿por qué cuando se ven zapatos tirados en la calle, la mayoría de las veces sólo está uno? ¿Y el otro zapato?
Su pregunta me tomó por sorpresa. Después de reflexionar un poco, le contesté:
–No sé, enana. La verdad es que nunca me lo había preguntado. A lo mejor alguien llevaba los dos, uno se le cayó y no se dio cuenta. Es más, puede ser que cuando notó que había perdido un zapato, tirara a la basura el que le quedaba.
–¿No se te hace que sería muy tonto que en todos los casos pasara eso?– me respondió.
Ante tal juicio, sólo atiné a responderle, más por esquivar la charla:
–Preguntas cosas muy extrañas, hija.
–Es que, si es cierto lo que dices, significa que la gente no pone atención en lo que hace. O a lo mejor no terminó de poner el otro zapato en la bolsa y creyó que lo había perdido y tiró el que llevaba y cuando llegó a su casa se dio cuenta que ya tenía solo un zapato y tuvo que tirar ése también y…
–¡Ya estamos llegando, prepárate para bajar! Y hablando de zapatos, ponte los tuyos y recoge tu tiradero– la interrumpí.
Estacioné el automóvil frente a la casa. Entramos y cada uno siguió con sus actividades cotidianas.
Por la tarde, se me acercó y me preguntó si ya había arreglado su juego electrónico como le había prometido. Por supuesto que la respuesta fue la que todo padre normal daría:
–Ya casi queda. Le compré las pilas y, ¿qué crees?, hasta encontré el desarmador que necesito para abrirlo. En un rato queda listo.
–¿O sea que todavía no está…?
–Eh… así es. Pero no te preocupes, de una vez lo vemos. Anda, vamos.
Fuimos hasta su cuarto y tomé el juego. Recordé que había dejado el desarmador en el armario de los tiliches. Ahí también encontré unas pilas nuevas. Regresé al cuarto de mi hija y, una vez frente al juguete, noté que junto a éste había otro paquete de pilas.
–Mira, no me di cuenta y compré pilas nuevas. Eso me pasa por no revisar.
–¿Cómo con los zapatos que tira la gente por no fijarse?– me inquirió.
–Justamente– contesté, tragándome el orgullo de padre sabelotodo y omnipotente.
Me entretuve arreglando el dichoso aparato mientras reflexionaba en lo que aprendí gracias a mi hija.
¿Cuántas veces hacemos las cosas a medias y no las terminamos, o duplicamos trabajo por no fijarnos en lo que ya habíamos avanzado (como el otro zapato que no aparece para formar el par)?
Estoy convencido de que el esfuerzo que hacemos para no terminar algo que ya comenzamos contiene más energía que la necesaria para cerrar el ciclo. Esto me hace recordar aquel chiste (o anécdota disfrazada) en el que un nadador trata de cruzar el Canal de la Mancha y justo cuando llega a la mitad, reflexiona, se desanima y regresa al inicio porque está seguro de que no podrá terminar el reto.
La naturaleza, que es tan perfecta y tiene todo definido, cuenta con ciclos que se abren y se cierran todas las veces. Si somos parte de este gran sistema natural, ¿por qué nos cuesta tanto trabajo cerrar nuestros propios ciclos?
A partir de esta experiencia, cada vez que alguien no termina lo que comenzó, cabría preguntarle por el otro zapato. Y a usted que está leyendo esto, ¿cuántos pares le faltan?